23 DE ABRIL DE 2015 –
DÍA DEL LIBRO HOMENAJE A: EDUARDO GALEANO
UN MAR DE FUEGUITOS, de Eduardo
Galeano
Un
hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El
mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz
propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y
fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni
se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas.
Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida
con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se
enciende.
El libro de
los abrazos
LA
FUNCIÓN DEL ARTE
Ella, la mar, estaba más allá de los altos
médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
- ¡Ayúdame a mirar!
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
- ¡Ayúdame a mirar!
El libro de
los abrazos
Los Nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan
los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena
suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve
ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena
suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano
izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de
escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en
la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los
mata.
El libro de
los abrazos
El diagnóstico
y la terapéutica
El amor es una enfermedad de las más jodidas y
contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que
jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la
ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una
irresistible necesidad de decir estupideces.
El amor se puede provocar, dejando caer un
puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el
trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua
bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para
nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay
decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas
pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.
El libro de
los abrazos
LA
FUNCIÓN DE LECTOR
Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó una novela
a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocultándola bajo la almohada.
Ella la había robado de la biblioteca de cedro donde el tío guardaba los libros
preferidos.
Mucho caminó Lucía, después, mientras pasaban
los años.
En busca de fantasmas caminó por los farallones
sobre el río Antioquia y en busca de gente caminó por las calles de las
ciudades violentas.
Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su vida iba
siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella
había escuchado, con sus ojos, en la infancia.
Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo
reconocería. Tanto le ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo.
El libro de
los abrazos
Celebración
de la fantasía
Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo,
cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo,
mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque,
haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la
lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones,
pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a
primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito
pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío,
pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente,
otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un
dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima –dijo.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima –dijo.
-¿Y anda bien? -le pregunté.
-Atrasa un poco -reconoció.
El libro de
los abrazos
Celebración
de la voz humana/2
Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin
embargo los dedos danzaban, volaban, dibujaban palabras. Los presos estaban
encapuchados; pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo.
Aunque hablar estaba prohibido, ellos conversaban con las manos.
PinioUngerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos,
que en prisión aprendió sin profesor:
La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera
nada más que uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo
el país, la comunicación era delito.
Algunos presos pasaron más de diez años enterrados
en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el
estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores.
Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados
a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través
de la pared.
Así se contaban sueños y recuerdos, amores y
desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas
y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen
respuesta.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad
de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella
habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque
todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser
por los demás celebrada o perdonada.
El libro de
los abrazos
CELEBRACIÓN DE LA AMISTAD
Juan Gelman me contó que
una señora se había batido a paraguazos, en una avenida de París, contra toda
una brigada de obreros municipales. Los obreros estaban cazando palomas cuando
ella emergió de un increíble Ford a bigotes, un coche de museo, de aquellos que
arrancaban a manivela; y blandiendo su paraguas, se lanzó al ataque.
A mandobles se abrió paso,
y su paraguas justiciero rompió las redes donde las palomas habían sido
atrapadas. Entonces, mientras las palomas huían en blanco alboroto, la señora
la emprendió a paraguazos contra los obreros.
Los obreros no atinaron
más que a protegerse, como Pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas
que ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son
órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese, señora, qué
bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer...
Cuando a la indignada
señora se le cansó el brazo, y se apoyó en una pared para tomar aliento, los
obreros exigieron una explicación.
Después de un largo
silencio, ella dijo:
—Mi hijo murió.
Los obreros dijeron que lo
lamentaban mucho, pero que ellos no tenían la culpa. También dijeron que esa
mañana había mucho que hacer, usted comprenda...
—Mi hijo murió –repitió
ella.
Y los obreros: que sí, que
sí, pero que ellos se estaban ganando el pan, que hay millones de palomas
sueltas por todo París, que las jodidas palomas son la ruina de esta ciudad...
—Cretinos –los fulminó la
señora.
Y lejos de los obreros,
lejos de todo, dijo:
—Mi hijo murió y se
convirtió en paloma.
Los obreros callaron y estuvieron
un largo rato pensando. Y por fin, señalando a las palomas que andaban por los
cielos y los tejados y las aceras, propusieron:
—Señora: ¿por qué no se
lleva a su hijo y nos deja trabajar en paz?
Ella se enderezó el
sombrero negro:
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no!
Miró a través de los
obreros, como si fueran de vidrio, y muy serenamente dijo:
—Yo no sé cuál de las
palomas es mi hijo. Y si supiera, tampoco me lo llevaría. Porque ¿qué derecho
tengo yo a separarlo de sus amigos?
Mujeres
Caminos de
alta fiesta
¿Adán y Eva eran negros?
En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron
nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los
diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de colores.
Ahora las mujeres y los hombres, arcoíris de la tierra, tenemos más
colores que el arcoíris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta
los blancos blanquísimos vienen de África.
Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo
produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos
remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y
nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.
Espejos. Una
historia casi universal
¿Cómo
pudimos?
Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era
la cuestión.
Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la
intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva
nos daban terror. Éramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre,
cachorros inútiles, adultos pocacosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni
patas veloces. Ni olfato largo.
Nuestra historia primera se nos pierde en la
neblina. Según parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a
repartir garrotazos.
Pero uno bien puede preguntarse: ¿No habremos sido
capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos
defendernos juntos y compartir la comida? Esta humanidad de ahora, esta
civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo
más que un ratito en el mundo?
Espejos. Una
historia casi universal
Edades
Nos ocurre antes de nacer. En nuestros cuerpos,
que empiezan a cobrar forma, aparece algo parecido a las branquias y también
una especie de rabo. Poco duran esos apéndices, que asoman y caen.
Esas efímeras apariciones, ¿nos cuentan que alguna
vez fuimos peces y alguna vez fuimos monos? ¿Peces lanzados a la conquista de
la tierra seca? ¿Monos que abandonaron la selva o fueron por ella abandonados?
Y el miedo que sentimos en la infancia, miedo de
todo, miedo de nada, ¿nos cuenta que alguna vez tuvimos miedo de ser comidos?
El terror a la oscuridad y la angustia de la soledad, ¿nos recuerdan aquel
antiguo desamparo?
Ya mayorcitos, los miedosos metemos miedo. El
cazado se ha hecho cazador, el bocado es boca. Los monstruos que ayer nos
acosaban son, hoy, nuestros prisioneros. Habitan nuestros zoológicos y decoran
nuestras banderas y nuestros himnos.
Espejos. Una
historia casi universal
Breve historia de la civilización
Y nos cansamos de andar
vagando por los bosques y las orillas de los ríos.
Y nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo. Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.
Y nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo. Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.
Y en los campos
labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas
caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas
por los dioses machos de la guerra. Y cantamos himnos de alabanza a la gloria
de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes.
Y descubrimos las palabras tuyoy mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.
Y descubrimos las palabras tuyoy mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.
Muy atrás habían
quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino.
Los resultados de la
civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre,
y trabajábamos más
horas.
Espejos. Una
historia casi universal
Don Quijote
Marco Polo había dictado su libro de las
maravillas en la cárcel de Génova.
Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote de La Mancha en la cárcel de Sevilla.
Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote de La Mancha en la cárcel de Sevilla.
Y ésa fue otra aventura de la libertad, nacida en
prisión.
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Este loquito se creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de historia.
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Este loquito se creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de historia.
Pero los lectores, que desde hace siglos nos
reímos de él, nos reímos con él.
Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo.
Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo.
El caballero de la triste figura llevaba más de
tres siglos y medio de malandanzas por los caminos del mundo, cuando el Che
Guevara escribió la última carta a sus padres. Para decir adiós, no eligió una
cita de Marx. Escribió: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de
Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo.
Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará
las estrellas que lo guían.
Espejos. Una
historia casi universal