Evolución del castellano
Recursos, recomendaciones y actividades interesantes y útiles para el curso escolar
lunes, 17 de noviembre de 2014
Evolución de la lengua castellana. 3º ESO
Evolución del castellano
lunes, 3 de noviembre de 2014
CUENTOS DE EDGAR ALLAN POE
CORAZÓN DELATOR
¡Es
cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero
por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de
todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí
en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con
cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me
es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez;
pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún
propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había
hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que
fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo
celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la
sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al
viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten
atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En
cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad
procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la
obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas
las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la
abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante
grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella
pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba
la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el
sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza
por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un
loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza
completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan
cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las
bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera
sobre el ojo de buitre.
Y
esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero
siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra,
porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana,
apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba
resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo
había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy
astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a
mirarlo mientras dormía.
Al
llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi
mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis
facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo.
¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera
soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante
esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama,
como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no.
Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente
las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible
distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había
ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló
en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién
está ahí?
Permanecí
inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y
en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado,
escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba
en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí
de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo
del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas
noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi
pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito
que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve
lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado
despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado
de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No
es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola
vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo
era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose
furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra
imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a
sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después
de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a
acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así
lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso
cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó
de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba
abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba.
Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me
helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del
viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz
exactamente hacia el punto maldito.
¿No
les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza
de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido
también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi
furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero,
incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la
linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza
posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón
iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a
momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más
fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo
soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un
resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable.
Sin
embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido
crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a
estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar
aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del
todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez...
nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle
encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había
resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un
sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a
través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté
el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé
la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor
latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si
ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba,
mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo
descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté
luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni
siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada
que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido
para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando
hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro
como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues
¿qué podía temer ahora?
Hallé
a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se
sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el
puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran
el lugar.
Sonreí,
pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué
que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el
viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la
casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé
conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y
cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias
traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí
de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo,
colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi
víctima.
Los
oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi
parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes,
mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a
notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía
percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y
charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más
intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba
lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di
cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin
duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo?
Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un
reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin
embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con
vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre
insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el
sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a
grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran;
pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo?
Lancé
espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual
me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más
alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era
posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo
pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier
cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus
sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra
vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta
ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
EL GATO NEGRO
No
espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una
serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han
aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos
que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia
reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más
lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias
que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos
naturales.
Desde
la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura
que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de
burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres
me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del
tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la
virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos
que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no
necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la
retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal
que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me
casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al
observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de
procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de
colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este
último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de
una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el
fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia
popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero
decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.
Plutón
-tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada.
Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba
mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra
amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al
confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa
del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico,
irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a
hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias
personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter.
No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo,
cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad
o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se
agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el
mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una
noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé
en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano.
Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue
como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más
que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser.
Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al
pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando
la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de
la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a
interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en
vino los recuerdos de lo sucedido.
El
gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el
ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se
paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado
al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había
querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y
entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad.
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro
estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final.
Y
el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia.
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué
en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y
el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La
noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos
de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda
la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la
conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes
terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No
incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no
quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a
visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba
en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la
casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido
había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente
aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las
palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi
curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un
bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una
nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del
animal.
Al
descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al
producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el
jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la
ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma.
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas
y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si
bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el
extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al
remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en
los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie
y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una
noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de
ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos
había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano.
Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al
sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra
mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había
visto antes ni sabía nada de él.
Continué
acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez
para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por
mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir
cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y
el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas
semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la
peste.
Lo
que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana
siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era
tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi
mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios
que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más
simples y más puros.
El
cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión.
Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis
rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía
entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y
afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos,
aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo-
por un espantoso temor al animal.
Aquel
temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer,
sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que
el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una
de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer
me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya
he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el
que yo había matado.
El
lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio
de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi
razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me
estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me
sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una
bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz
de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza
de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo!
De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba
hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la
cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo
el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la
entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la
habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega
cólera a que me abandonaba.
Cierto
día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba
la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me
exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de
mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una
rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza.
Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido
este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la
tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de
día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara.
Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el
cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o
meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un
mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me
pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal
como se dice que los monjes de la
Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El
sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad
de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se
veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada
de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil
sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No
me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna,
lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su
forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La
pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el
menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije:
"Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi
paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia,
pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera
surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el
astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se
cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o
imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada
criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez
desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude
dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron
el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré
como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de
mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones,
a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la
casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me
parecía asegurada.
Al
cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los
acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo
músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la
inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos
sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón
era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros
-dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber
disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho
sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético
deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis
palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes...
¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y
entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón
que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se
hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre
de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando
una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar
de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos
atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de
fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!
martes, 28 de octubre de 2014
Textos para practicar el comentario. 1º BACH
TEXTOS PARA PRACTICAR EL COMENTARIO:
Milagro
IX – El clérigo ignorante (Gonzalo de Berceo)
Érase
un simple clérigo que instrucción no tenía,
la
misa de la Virgen
todos los días decía,
no
sabía decir otra, decía ésta cada día:
más
la sabía por uso que por sabiduría.
Fue
este misacantano1 al obispo acusado
de
ser idiota, y ser mal clérigo probado
al Salve
Sancta Parens2 tan sólo acostumbrado,
sin
saber otra misa ese torpe embargado.
El
obispo fue dura mente movido a saña3;
decía:
«De un sacerdote nunca oí tal hazaña».
Dijo:
«Decid al hijo de la mala putaña4
que
ante mí se presente, no se excuse con maña».
Ante
el obispo vino el preste5 pecador;
había
con el gran miedo perdido su color;
no
podía, de vergüenza, catar6 a su señor:
nunca
pasó el mezquino por tan duro sudor.
El
obispo le dijo «Preste, di la verdad
dime si
como dicen es tal tu necedad».
El
bueno hombre le dijo: «Señor, por caridad,
si
dijese que no, diría falsedad».
El
obispo le dijo: «Ya que no tienes ciencia
de
cantar otras misas, ni sentido o potencia,
te
prohíbo que cantes, y te doy por sentencia:
por
el medio que puedas busca tu subsistencia».
El
clérigo salió triste y desconsolado;
tenía
gran vergüenza y daño muy granado.
Volviose
a la Gloriosa
lloroso y aquejado,
que
le diese consejo, porque estaba aterrado.
La Madre
pïadosa que nunca falleció
a quien
de corazón a sus plantas cayó,
el
ruego de su clérigo luego se lo escuchó,
sin
ninguna tardanza luego lo socorrió.
La
virgo Gloriosa que es Madre sin dicción,
apareció
al obispo en seguida en visión;
díjole
fuertes dichos, en un bravo sermón,
y
descubriole en él todo su corazón.
Díjole
embravecida: «Don obispo lozano,
contra
mí, ¿por qué fuiste tan fuerte y tan villano?
Yo
nunca te quité por el valor de un grano,
y tú
a mi capellán me sacas de la mano.
porque
a mí me cantaba la misa cada día
pensaste
que caía en yerro de herejía,
lo
tuviste por bestia y cabeza vacía,
quitástele
la orden de la capellanía.
Si tú
no le mandares decir la misa mía
como
solía decirla, gran querella tendría,
y tú
serás finado7 en el treinteno día:
¡ya verás lo que vale la saña de María!».
Fue
con esta amenaza el obispo espantado,
y
mandó luego enviar por el preste vedado8;
le
pidió su perdón por lo que había errado,
porque
en su pleito fue duramente engañado.
Mandole
que cantase como solía cantar
y que
de la Gloriosa
fuese siervo en su altar:
y si
algo le menguase en vestir o en calzar,
él de
lo suyo propio se lo mandaría dar.
Volviose
el hombre bueno a su capellanía
y
sirvió a la Gloriosa
Madre Santa María;
en su
oficio finó de fin cual yo quería,
y fue
su alma a la gloria, tan dulce cofradía.
Aunque
por largos años pudiésemos durar
e
infinitos milagros escribir y rezar,
ni la
décima parte podríamos contar
de los que por la Virgen Dios se digna
mostrar
1 Sacerdote.
2 «Salve,
Madre Santa»
3 Ira.
4 Puta.
5 Sacerdote.
6 Mirar.
7 Muerto.
8 Prohibido.
Fragmento CANTAR DEL DESTIERRO. (Cantar de Mio Cid)
A los que conmigo vengan que Dios les dé muy buen
pago;
también a los que se quedan contentos quiero dejarlos.
Habló entonces Álvar Fáñez, del Cid era primo hermano:
"Con vos nos iremos, Cid, por yermos y por poblados;
no os hemos de faltar mientras que salud tengamos,
y gastaremos con vos nuestras mulas y caballos
y todos nuestros dineros y los vestidos de paño,
siempre querremos serviros como leales vasallos."
Aprobación dieron todos a lo que ha dicho don Álvaro.
Mucho que agradece el Cid aquello que ellos hablaron.
El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado,
allí deja sus palacios yermos y desheredados.
también a los que se quedan contentos quiero dejarlos.
Habló entonces Álvar Fáñez, del Cid era primo hermano:
"Con vos nos iremos, Cid, por yermos y por poblados;
no os hemos de faltar mientras que salud tengamos,
y gastaremos con vos nuestras mulas y caballos
y todos nuestros dineros y los vestidos de paño,
siempre querremos serviros como leales vasallos."
Aprobación dieron todos a lo que ha dicho don Álvaro.
Mucho que agradece el Cid aquello que ellos hablaron.
El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado,
allí deja sus palacios yermos y desheredados.
CANTIGA DE AMIGO
Hermosa hermana mía, vente conmigo
a la iglesia de Vigo, donde está el mar agitado.
Y miraremos las olas.
Hermosa hermana mía, vente de buen grado
a la iglesia de Vigo, donde está el mar enfurecido.
Y miraremos las olas.
A la iglesia de Vigo, donde está el mar agitado,
allí vendrá, madre, mi amigo
Y miraremos las olas.
A la iglesia de Vigo, donde está el mar enfurecido,
allí vendrá, madre, mi amado
Y miraremos las olas.
a la iglesia de Vigo, donde está el mar agitado.
Y miraremos las olas.
Hermosa hermana mía, vente de buen grado
a la iglesia de Vigo, donde está el mar enfurecido.
Y miraremos las olas.
A la iglesia de Vigo, donde está el mar agitado,
allí vendrá, madre, mi amigo
Y miraremos las olas.
A la iglesia de Vigo, donde está el mar enfurecido,
allí vendrá, madre, mi amado
Y miraremos las olas.
jueves, 23 de octubre de 2014
Ejercicios de morfología trabajados en clase. 2º ESO
EJERCICIOS PARA TRABAJAR EL SUSTANTIVO
- Señala los sustantivos que aparecen en los títulos de estas películas:
a) El
señor de los anillos.
b) La
guerra de las galaxias.
c) La
vuelta al mundo en ochenta días.
d) El
nombre de la rosa.
e) Misión
imposible.
- Señala los sustantivos que aparecen en estas oraciones e indica su género y número:
a) Los
hindúes se adornan la frente con una mancha roja llamada teeka.
b) El
cuentacuentos narró la historia de un flautista que atraía a las ratas con su
música.
c) Estos
jerséis están hechos con pura lana de oveja.
- Di de qué clase son estos sustantivos según su significado:
a) Nilo
b) pinar
c) humildad
d) bronce
e) copa
f)
Ernesto
g) familia
h) tolerancia
EJERCICIOS PARA TRABAJAR EL ADJETIVO CALIFICATIVO
1.
Señala los
adjetivos calificativos que aparecen en estas oraciones:
a) En
el congreso sobre la no violencia participaron expertos españoles y
extranjeros.
b) El
pívot canario está preocupado porque su lesión muscular no le permitirá jugar
el partido.
c) En
el famoso Café de Gijón se organizaban tertulias literarias muy interesantes.
2. Señala los adjetivos calificativos de estos
textos y analízalos morfológicamente indicando su género, número y grado:
a) Marzo
ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso.
b) Los
árboles más viejos dan los frutos más dulces.
c) La
educación es un derecho humano básico, vital para el desarrollo social y
personal y para el bienestar.
d) La
sabiduría suprema es tener sueños bastante grandes para no perderlos de vista
mientras se persiguen.
3.
Di cuáles de
las palabras de estos grupos son adjetivos calificativos y cuáles sustantivos:
a) música
b) emocionado
c) calor
d) sonriente
e) especial
f)
genio
g) parque
h) morado
EJERCICIOS PARA TRABAJAR LOS ADJETIVOS
DETERMINATIVOS
1.
Señala los adjetivos determinativos que
aparecen en estas oraciones y los sustantivos a los que acompañan:
a)
Algunos
embalses están por debajo de su capacidad.
b)
¡Qué
película tan bonita vimos en tu casa!
c)
Los
cuatro violonchelistas ofrecieron un espectáculo inolvidable.
d)
Recuerdo
aquel verano que pasamos en casa de tus abuelos.
e)
¿Te
apetece otra taza de cacao?
2.
Di de qué clase son los siguientes
adjetivos determinativos:
a)
Pocos
b)
Veinte
c)
Ese
d)
Cuánto
e)
Tus
f)
Esos
g)
Bastantes
h)
Aquellas
3.
Distingue en el siguiente textos los
adjetivos determinativos y los artículos que encuentres:
Más de diez
millones de niños mueren cada año en el mundo en desarrollo a causa de
enfermedades que se pueden prevenir. En estos países, demasiados niños mueren
antes de su quinto cumpleaños. El desarrollo consiste en liberar a las personas
de la miseria y el sufrimiento, del hambre, el analfabetismo, las enfermedades…
EJERCICIOS PARA TRABAJAR LOS PRONOMBRES
1. Señala los pronombres personales que
aparecen en estas oraciones:
a)
Fran ha regresado: lo vi ayer y le di la bienvenida.
b)
Coge el teléfono, la llamada es para ti.
c)
He reflexionado mucho conmigo misma antes de tomar una
decisión.
d)
Entre tú y yo seremos capaces de solucionar el
problema.
e)
Cuando ella dé la señal, vosotros comenzaréis a cantar.
f)
Se dijo para sí que nunca volvería a rendirse.
2. Indica de qué clase son los siguientes
pronombres:
g)
Vosotras
h)
Aquello
i)
Nadie
j)
Cuántos
k)
Veintidós
l)
Alguno
m)
Quién
n)
Estas
o)
Doscientos
p)
Contigo
3. Señala los pronombres que aparecen en estas
oraciones y di de qué clase son:
q)
La creatividad es más que ser simplemente diferente,
Cualquiera puede hacer extravagancias, eso es fácil. Lo difícil es ser tan
simple como Bach.
r)
No hagas a los otros lo que no te gustaría que te
hicieran a ti.
EJERCICIOS PARA TRABAJAR LOS ADVERBIOS
1. Clasifica estos adverbios según su
significado:
a)
Afuera
b)
Justamente
c)
Anteayer
d)
Despacio
e)
Jamás
f)
Ojalá
g)
Quizás
h)
Allí
2. Señala los adverbios que aparecen en esta
oración
e indica su tipo:
a)
Los canguros viven dentro de la bolsa marsupial durante
ocho meses, hasta que ya están suficientemente desarrollados, y después vuelven
a ella siempre que hay algún peligro, mientras son demasiado jóvenes para
defenderse.
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