La poesía de 1939 a finales del siglo XX. Tendencias, autores y obras principales
La Guerra Civil deja un panorama desolador en las letras españolas, un
páramo cultural. La rica efervescencia cultural de los años 30 da paso a unos
duros años en los que los mejores autores están muertos (Lorca, Unamuno, Valle-Inclán), exiliados
(Alberti, Guillén, Cernuda. León Felipe...) o en el denominado exilio interior
(Aleixandre). A esa dolorosa ruptura hay que sumar el aislamiento internacional
en que nos sumergimos y la censura, no tan férrea en el caso de la
poesía como en otros géneros, que impone una limitación temática e
ideológica en las publicaciones.
En el exilio, por tanto, seguirán produciendo muchos de los escritores
previos, como los de la generación del 27, a los que podemos sumar otros
nombres como León Felipe. En esta poesía se aprecia la evocación de la
España perdida, el recuerdo de la Guerra Civil, el deseo de recuperar el
pasado, la nostalgia y la experiencia del destierro.
Por su parte, en España, en estos primeros años 40 domina una tendencia poética conocida como poesía
arraigada. Su escritores, proclives en principio a la causa nacional, practican
formas métricas clásicas y muestran una visión optimista y esperanzada del
mundo. Estos poetas se aglutinaron en torno a las revistas Garcilaso y Escorial.
A este grupo pertenecen autores como Luis Rosales (La casa encendida),
Dionisio Ridruejo (Poesía en armas) o José García Nieto. Pero en
1944 se publica Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, que va a dar
lugar a una corriente de poesía denominada “desarraigada”, que inicia una
vertiente más crítica con la realidad, porque los escritores muestran su
disconformidad con la realidad circundante. El verso libre, las imprecaciones a
Dios y un tono desesperado son sus rasgos más llamativos, con los que buscan
expresar una angustia existencial. Poetas desarraigados son también
todos los publicados en la revista Espadaña, publicación que
promovía que el poeta expresara problemas y circunstancias vitales reales.
No obstante, en esa década también aparecieron otros grupos poéticos
diferentes, como el Postimo, o Cántico.
Esa tendencia crítica con la realidad iniciada por la poesía desarraigada
dará paso a una importante corriente que se va a iniciar en los años 50, la llamada “poesía social”,
con tres autores destacados: Blas de Otero, Gabriel Celaya y José Hierro. Sus
autores conciben la poesía como un instrumento para la denuncia y el
compromiso, una herramienta para transformar el mundo y despertar las
conciencias ante la Historia. Es una poesía dirigida al pueblo, “a la inmensa
mayoría”, en palabras de Blas de Otero, “un arma cargada de futuro”,
que decía Gabriel Celaya. Cultivan por lo tanto un lenguaje claro, unas formas
accesibles, un mensaje nítido. Era, por tanto, una poesía de lenguaje
sencillo y poco retórica, destinada a un público de masas.
Esta poesía, que dominará el panorama literario unos años, va perdiendo
vigencia al final de la década. Es entonces, en los años 60, cuando surge una nueva generación, al principio
inserta en la estética de la poesía social, pero que pronto derivarán en
un tono más íntimo. La poesía que se entendía como un mero acto de
comunicación pasa a ser un ejercicio de conocimiento, como una experiencia
personal del poeta. El lenguaje es más elaborado y se huye del
prosaísmo de la poesía anterior. Hablamos de autores como Ángel González,
Francisco Brines, Antonio Gamoneda, Jaime Gil de Biedma (Las personas del
verbo) -probablemente el más influyente de todos-, Claudio Rodríguez (Don
de la ebriedad), y José Ángel Valente. Estos poetas, además de una
sincera amistad, comparten algunos rasgos: tono conversacional, presencia de
anécdotas cotidianas de las que saben hacer surgir temas universales y, sobre
todo, una actitud moral ante la poesía.
Hacia finales de los 60, sin
embargo, surge otro grupo de poetas que van a suponer un giro radical respecto
de la generación anterior. Son conocidos como “los novísimos”, debido
a la antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles,
que muestra la producción de este grupo. Estos poetas muestran un sesgo
culturalista, dado su elevado conocimiento literario, el desdén por la poesía
moral de la generación anterior, una vuelta a la experimentación vanguardista,
que se traduce en unos textos más herméticos y difíciles, el cosmopolitismo de
sus fuentes, pues toman elementos de poetas contemporáneos y de la sociedad de
consumo. Probablemente el más destacado del grupo sea Pere Gimferrer, con
el poemario La muerte en Beverly Hills, pero cabe destacar
otros nombres como Manuel Vázquez Montalbán o Leopoldo María Panero.
A partir de los años 80, con la
llegada de la democracia, muestran una variedad de tendencias difícil de
encasillar. Así, encontramos poesía esteticista; poesía minimalista o del
silencio; poesía neosurrealista; poesía intimista o de la experiencia. Es
precisamente esta última la que mayor vigencia ha tenido durante la década de
los ochenta, con poetas como Luis García Montero o Luis Alberto de
Cuenca. Entre los rasgos de esta tendencia cabe señalar una vuelta a la
métrica tradicional (abandonando el experimentalismo de los
novísimos), una temática urbana expresada en un lenguaje
coloquial, la reivindicación de la intimidad y recuperación de
poetas anteriores como Gil de Biedma, así como el uso del humor, el
pastiche y la parodia. Además, es determinante la presencia de voces femeninas
en la poesía, como Blanca Andreu o Almudena Guzmán.
En definitiva, se trata de un panorama muy interesante que abarca periodo
dominado por el Franquismo y luego la democracia en el que han surgido
sucesivos grupos de poetas con estéticas muy personales que han ido
lentamente reconstruyendo el desmoronado panorama cultural que había dejado
tras de sí la guerra civil, donde se perdió el esplendor cultural que se
desarrolló durante la Segunda República.