DECAMERÓN, DE BOCCACCIO
QUINTA
JORNADA. NARRACIÓN OCTAVA
Al callarse Laureta, así comenzó Filomena:
-Amables señoras, tal como nuestra piedad se alaba,
así es castigada también nuestra crueldad por la justicia divina; para
demostraros lo cual y daros materia de desecharla para siempre de vosotras, me
place contaros una historia no menos lamentable que deleitosa.
En Rávena, antiquísima ciudad de Romaña, ha habido
muchos nobles y ricos hombres, entre los cuales un joven llamado Nastagio de
los Onesti , que por la muerte de su padre y de un tío suyo quedó riquísimo sin
medida, el cual, así como ocurre a los jóvenes, estando sin mujer, se enamoró
de una hija de micer Paolo Traversaro, joven mucho más noble de lo que él era,
cobrando esperanza de poder inducirla a amarlo con sus obras. Las cuales,
aunque grandísimas, buenas y loables fuesen, no solamente de nada le servían
sino que parecía que le perjudicaban, tan cruel y arisca se mostraba la
jovencita amada, tan altiva y desdeñosa (tal vez a causa de su singular
hermosura o de su nobleza) que ni él ni nada que él hiciera le agradaba; la
cual cosa le era tan penosa de soportar a Nastagio, que muchas veces por dolor,
después de haberse lamentado, le vino el deseo de matarse; pero refrenándose,
sin embargo, se propuso muchas veces dejarla por completo o, si pudiera,
odiarla como ella le odiaba a él.
Pero en vano tal decisión tomaba porque parecía que
cuanto más le faltaba la esperanza tanto más se multiplicaba su amor.
Perseverando, pues, el joven en amar y en gastar desmesuradamente, pareció a
algunos de sus amigos y parientes que él mismo y sus haberes por igual iban a
consumirse; por la cual cosa muchas veces le rogaron y aconsejaron que se fuera
de Rávena y a algún otro sitio durante algún tiempo se fuese a vivir, porque,
haciéndolo así, haría disminuir el amor y los gastos. De este consejo muchas
veces se burló Nastagio; sin embargo, siendo requerido por ellos, no pudiendo
decir tanto que no, dijo que lo haría, y haciendo hacer grandes preparativos,
como si a Francia o a España o a algún otro lugar lejano ir quisiese, montado a
caballo y acompañado por algunos de sus amigos, de Rávena salió y se fue a un
lugar a unas tres millas de Rávena, que se llamaba Chiassi; y haciendo venir
allí pabellones y tiendas, dijo a quienes le habían acompañado que quería
quedarse allí y que ellos a Rávena se volvieran. Quedándose aquí, pues,
Nastagio, comenzó a darse la mejor vida y más magnífica que nunca nadie se dio,
ahora a éstos y ahora a aquéllos invitando a cenar y a almorzar, como
acostumbraba. Ahora, sucedió que un viernes, casi a la entrada de mayo,
haciendo un tiempo buenísimo, y empezando él a pensar en su cruel señora,
mandando a todos sus criados que solo le dejasen, para poder pensar más a su
gusto, echando un pie delante de otro, pensando se quedó abstraído.
Y habiendo pasado ya casi la hora quinta del día, y
habiéndose adentrado ya una medía milla por el pinar, no acordándose de comer
ni de ninguna otra cosa, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y ayes
altísimos dados por una mujer, por lo que, rotos sus dulces pensamientos,
levantó la cabeza por ver qué fuese, y se maravilló viéndose en el pinar; y
además de ello, mirando hacia adelante vio venir por un bosquecillo bastante
tupido de arbustillos y de zarzas, corriendo hacia el lugar donde estaba, una
hermosísima joven desnuda, desmelenada y toda arañada por las ramas y las
zarzas, llorando y pidiendo piedad a gritos; y además de esto, vio a sus
flancos dos grandes y feroces mastines, los cuales, corriendo tras ella
rabiosamente, muchas veces cruelmente donde la alcanzaban la mordían; y detrás
de ella vio venir sobre un corcel negro a un caballero moreno, de rostro muy
sañudo, con un estoque en la mano, amenazándola de muerte con palabras
espantosas e injuriosas. Esto a un tiempo maravilla y espanto despertó en su
ánimo y, por último, piedad por la desventurada mujer, de lo que nació deseo de
librarla de tal angustia y muerte, si pudiera. Pero encontrándose sin armas,
recurrió a coger una rama de un árbol en lugar de bastón y comenzó a salir al
encuentro a los perros y contra el caballero.
Pero el caballero que esto vio, le gritó desde
lejos:
-Nastagio, no te molestes, deja hacer a los perros
y a mí lo que esta mala mujer ha merecido.
Y diciendo así, los perros, cogiendo fuertemente a
la joven por los flancos, la detuvieron, y alcanzándolos el caballero se bajó
del caballo; acercándose al cual Nastagio, dijo:
-No sé quién eres tú que así me conoces, pero sólo
te digo que gran vileza es para un caballero armado querer matar a una mujer
desnuda y haberle echado los perros detrás como si fuese una bestia salvaje;
ciertamente la defenderé cuanto pueda.
El caballero entonces dijo:
-Nastagio, yo fui de la ciudad que tú, y eras
todavía un muchacho pequeño cuando yo, que fui llamado micer Guido de los
Anastagi, estaba mucho más enamorado de ésta que lo estás tú ahora de la de los
Traversari; y por su fiereza y crueldad de tal manera anduvo mi desgracia que
un día, con este estoque que me ves en la mano, desesperado me maté, y estoy
condenado a las penas eternas. Y no había pasado mucho tiempo cuando ésta, que
con mi muerte se había alegrado desmesuradamente, murió, y por el pecado de su
crueldad y la alegría que sintió con mis tormentos no arrepintiéndose, como quien
no creía con ello haber pecado sino hecho méritos, del mismo modo fue (y está)
condenada a las penas del infierno; en el cual, al bajar ella, tal fue el
castigo dado a ella y a mí: que ella huyera delante, y a mí, que la amé tanto,
seguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada, y cuantas veces la
alcanzo, tantas con este estoque con el que me maté la mato a ella y le abro la
espalda, y aquel corazón duro y frío en donde nunca el amor ni la piedad
pudieron entrar, junto con las demás entrañas (como verás incontinenti) le
arranco del cuerpo y se las doy a comer a estos perros. Y no pasa mucho tiempo
hasta que ella, como la justicia y el poder de Dios ordena, como si no hubiera
estado muerta, resurge y de nuevo empieza la dolorosa fuga, y los perros y yo a
seguirla, y sucede que todos los viernes hacia esta hora la alcanzo aquí, y
aquí hago el destrozo que verás; y los otros días no creas que reposamos sino
que la alcanzo en otros lugares donde ella cruelmente contra mí pensó y obró; y
habiéndome de amante convertido en su enemigo, como ves, tengo que seguirla de
esta guisa cuantos meses fue ella cruel enemigo. Así pues, déjame poner en
ejecución la justicia divina, y no quieras oponerte a lo que no podrías vencer.
Nastagio, oyendo estas palabras, muy temeroso y no
teniendo un pelo encima que no se le hubiese erizado, echándose atrás y mirando
a la mísera joven, se puso a esperar lleno de pavor lo que iba a hacer el
caballero, el cual, terminada su explicación, como un perro rabioso, con el
estoque en mano se le echó encima a la joven que, arrodillada, y sujetada
fuertemente por los dos mastines, le pedía piedad; y con todas sus fuerzas le
dio en medio del pecho y la atravesó hasta la otra parte. Cuando la joven hubo
recibido este golpe cayó boca abajo, siempre llorando y gritando; y el
caballero, echando mano al cuchillo, le abrió los costados y sacándole fuera el
corazón, y todas las demás cosas de alrededor, a los dos mastines las arrojó;
los cuales, hambrientísimos, las comieron; y no pasó mucho hasta que la joven,
como si ninguna de estas cosas hubiesen pasado, súbitamente se levantó y empezó
a huir hacia el mar, y los perros siempre tras ella hiriéndola, y el caballero
volviendo a montar a caballo y cogiendo de nuevo su estoque, comenzó a
seguirla, y en poco tiempo se alejaron, de manera que ya Nastagio no podía
verlos.
El cual, habiendo visto estas cosas, largo rato
estuvo entre piadoso y temeroso, y luego de un tanto le vino a la cabeza que
esta cosa podía muy bien ayudarle, puesto que todos los viernes sucedía; por lo
que, señalado el lugar, se volvió con sus criados y luego, cuando le pareció,
mandando a buscar a muchos de sus parientes y amigos, les dijo:
-Muchas veces me habéis animado a que deje de amar
a esta enemiga mía y ponga fin a mis gastos: y estoy presto a hacerlo si me
conseguís una gracia, la cual es ésta: que el viernes que viene hagáis que
micer Paolo Traversari y su mujer y su hija y todas las damas parientes suyas,
y otras que os parezca, vengan aquí a almorzar conmigo. Lo que quiero con esto
lo veréis entonces.
A ellos les pareció una cosa bastante fácil de
hacer y se lo prometieron; y vueltos a Rávena, cuando fue oportuno invitaron a
quienes Nastagio quería, y aunque fue difícil poder llevar a la joven amada por
Nastagio, sin embargo allí fue junto con las otras. Nastagio hizo preparar
magníficamente de comer, e hizo poner la mesa bajo los pinos en el pinar que
rodeaba aquel lugar donde había visto el destrozo de la mujer cruel; y haciendo
sentar a la mesa a los hombres y a las mujeres, los dispuso de manera que la
joven amada fue puesta en el mismo lugar frente al cual debía suceder el caso.
Habiendo, pues, venido ya la última vianda, he aquí que el alboroto desesperado
de la perseguida joven empezó a ser oído por todos, de lo que maravillándose
mucho todos y preguntando qué era aquello, y nadie sabiéndolo decir, poniéndose
todos en pie y mirando lo que pudiese ser, vieron a la doliente joven y al
caballero y a los perros, y poco después todos ellos estuvieron aquí entre
ellos.
Se hizo un gran alboroto contra los perros y el
caballero, y muchos a ayudar a la joven se adelantaron; pero el caballero,
hablándoles como había hablado a Nastagio, no solamente los hizo retroceder,
sino que a todos espantó y llenó de maravilla; y haciendo lo que la otra vez
había hecho, cuantas mujeres allí había (que bastantes habían sido parientes de
la doliente joven y del caballero, y que se acordaban del amor y de la muerte
de él), todas tan miserablemente lloraban como si a ellas mismas aquello les
hubieran querido hacer. Y llegando el caso a su término, y habiéndose ido la
mujer y el caballero, hizo a los que aquello habían visto entrar en muchos
razonamientos; pero entre quienes más espanto sintieron estuvo la joven amada
por Nastagio; la cual, habiendo visto y oído distintamente todas las cosas, y
sabiendo que a ella más que a ninguna otra persona que allí estuviera tocaban
tales cosas, pensando en la crueldad siempre por ella usada contra Nastagio, ya
le parecía ir huyendo delante de él, airado, y llevar a los flancos los
mastines.
Y tanto fue el miedo que de esto sintió que para
que no le sucediese a ella, no veía el momento (que aquella misma noche se le
presentó) para, habiéndose su odio cambiado en amor, a una fiel camarera mandar
secretamente a Nastagio, que de su parte le rogó que le pluguiera ir a ella,
porque estaba pronta a hacer todo lo que a él le agradase. Nastagio hizo
responderle que aquello le era muy grato, pero que, si le placía, quería su
placer con honor suyo, y esto era tomándola como mujer.
La joven, que sabía que no dependía más que de ella
ser la mujer de Nastagio, le hizo decir que le placía; por lo que, siendo ella
misma mensajera, a su padre y a su madre dijo que quería ser la mujer de
Nastagio, con lo que ellos estuvieron muy contentos; y el domingo siguiente,
Nastagio se casó con ella, y, celebradas las bodas, con ella mucho tiempo vivió
contento. Y no fue este susto ocasión solamente de este bien sino que todas las
mujeres ravenenses sintieron tanto miedo que fueron siempre luego más dóciles a
los placeres de los hombres que antes lo habían sido.
TERCERA JORNADA. NARRACIÓN TERCERA
Callaba ya Pampínea, y ya la osadía y la cautela
del palafrenero había sido alabada por muchos de ellos, y semejantemente el
buen juicio del rey, cuando la reina, volviéndose hacia Filomena, le ordenó
continuar; por lo cual Filomena, graciosamente comenzó a, hablar así:
-Yo entiendo contaros una burla que fue muy
justamente hecha por una hermosa señora a un grave fraile, que tanto más a todo
seglar agrada cuanto que éstos (la mayoría estupidísimos y hombres de extrañas
maneras y costumbres) se creen que más que los otros en todas las cosas valen y
saben, cuando son de mucho menor valor, como quienes por vileza de ánimo, no
teniendo inventiva para sustentarse como los demás hombres, se refugian donde
puedan tener qué comer, como el puerco. La que, oh amables señoras, os contaré
no sólo por obedecer la orden impuesta sino también para advertiros de que
también los religiosos (a quienes nosotras, sobremanera crédulas, demasiada fe
prestamos) pueden ser y son algunas veces, no ya por los hombres sino por
algunas de nosotras, sagazmente burlados.
En nuestra ciudad, más llena de engaños que de amor
o lealtad, no hace todavía muchos años, hubo una noble señora adornada de
belleza y de costumbres, con alteza de ánimo y con sutiles agudezas tan dotada
como la que más por la naturaleza, cuyo nombre (ni tampoco ninguno otro que
pertenezca a la presente historia) aunque yo lo sepa, no entiendo descubrir porque
todavía viven algunos que se llenarían por ello de indignación cuando con risa
se debe hablar de ello.
Ésta, pues, viéndose nacida de alto linaje y casada
con un artesano lanero porque era riquísimo, no pudiendo deponer el desdén de
su ánimo según el cual estimaba que ningún hombre de baja condición, por
riquísimo que fuese, era digno de mujer noble; y viéndole a él además, con
todas sus riquezas, no ser capaz de nada sino de saber distinguir una mezcla o
hacer urdir una tela o una hilandera disputar sobre lo hilado, se propuso no
querer de ninguna manera sus abrazos sino cuando no pudiera negárselos, sino
encontrar alguien a su gusto que le pareciese más digno de ellos que el lanero.
Y enamorose de un muy valeroso hombre y de mediana
edad tanto que, el día que no lo veía no podía pasar la noche siguiente sin
sentimiento; pero el hombre de pro, no dándose cuenta de aquello, nada se
preocupaba, y ella, que muy cauta era, ni por embajada de ninguna mujer ni por
carta osaba hacérselo saber, temiendo que podrían sobrevenir posibles peligros.
Y dándose cuenta que aquél frecuentaba mucho a un religioso que, aunque fuera
zopenco y obtuso, no dejaba de tener fama entre todos de hombre de mucha valía
porque era de santísima vida, juzgó que aquél podía ser óptimo intermediario
entre ella y su amante. Y habiendo pensado qué le convenía hacer, se fue a una
hora oportuna a la iglesia donde él iba y, haciéndole llamar, dijo que cuando
le placiera, con él quería confesarse.
El fraile, viéndola y estimándola mujer de linaje,
la escuchó de buena gana, y ella después de la confesión dijo:
-Padre mío, necesito recurrir a vos por ayuda y por
consejo en lo que vais a oír. Yo sé, porque os lo he dicho, que conocéis a mis
parientes y a mi marido, por el cual soy amada más que su vida, y ninguna cosa
deseo que él, como hombre que es riquísimo y que puede bien hacerlo, no lo
adquiera incontinenti; por las cuales cosas más que a mí misma le amo; y
dejemos aparte que lo hiciese, pero si siquiera pensase alguna cosa que contra su
honor o gusto fuera, ninguna mujer culpable sería más digna del fuego que yo.
Ahora, uno de quien en verdad no sé el nombre, pero que me parece persona de
bien, y si no estoy engañada os frecuenta mucho, apuesto y alto en la persona,
vestido de paños oscuros muy honrados, tal vez no percatándose de que mi
intención era tal como es, parece que me ha puesto sitio y no puedo asomarme a
puerta ni ventana ni salir de casa sin que él no se ponga delante; y me
maravillo de que no esté aquí ahora; de lo que mucho me duele, porque tales
maneras hacen con frecuencia a las damas honestas ser censuradas sin culpa. He
tenido en el ánimo hacérselo decir alguna vez a mis hermanos, pero luego he
pensado que los hombres hacen algunas veces las embajadas de manera que las respuestas
que se siguen son malas, de lo que nacen palabras, y de las palabras se llega a
las obras; por lo que, para que daño y escándalo no se provocasen de ello, me
lo he callado, y deliberé decíroslo antes a vos que a otros, tanto porque me
parece que su amigo sois como también porque a vos os está bien de tales cosas
no ya a los amigos sino a los extraños reprender. Por lo que os ruego en nombre
de Dios que le reprendáis y roguéis que no siga con estas costumbres. Hay
bastantes mujeres que por ventura estarán dispuestas a estas cosas y les
agradará ser miradas y deseadas por él, mientras a mí me es gravísima molestia,
como que de ningún modo tengo el ánimo dispuesto a tal materia.
Y dicho esto, como si lagrimear quisiese, bajó la
cabeza. El santo fraile comprendió en seguida que hablaba de aquel de quien
verdaderamente hablaba, y alabando mucho a la señora por esta su buena
disposición firmemente creyendo ser verdad lo que decía, le prometió actuar así
y de tal manera que por aquel tal no sería molestada, y sabiendo que era muy
rica, le alabó las obras de caridad y las limosnas, contándole sus necesidades.
A lo que la señora dijo:
-Os lo ruego por Dios; y si lo negase, decidle con
firmeza que soy yo quien os ha dicho esto y a vos me he dolido.
Y luego, hecha la confesión e impuesta la
penitencia, acordándose de los encomios hechos por el fraile a las limosnas,
llenándole ocultamente la mano de dineros, le rogó que dijese misas por el alma
de sus muertos; y levantándose de junto a sus pies, se volvió a casa. A ver al
santo fraile no después de mucho tiempo, como acostumbraba vino el hombre de
pro; al cual, luego de que de una cosa y de otra hubieran hablado juntos
durante algún tiempo, llevándole aparte, con modos muy corteses le reprendió la
atención y las miradas que creía que dedicaba a aquella señora, tal como ella
le había explicado.
El hombre de pro se maravilló, como quien nunca la
había mirado y rarísimas veces acostumbraba a pasar por delante de su casa, y
empezó a querer excusarse; pero el fraile no le dejó hablar, sino que le dijo:
-Ahora, no finjas maravillarte ni gastes palabras
en negarlo, porque no puedes; no he sabido estas cosas por los vecinos: ella
misma, mucho quejándose de ti, me las ha dicho. Y si a ti estas chanzas ya no
te están bien, de ella te digo esto: que, si jamás he encontrado alguna esquiva
a estas tonterías, ella es; y por ello, por tu honor y por tu tranquilidad, te
ruego que te retraigas y déjala estar en paz.
El hombre de pro, más agudo que el santo fraile,
sin demasiada tardanza la argucia de la mujer comprendió, y mostrando
avergonzarse un tanto, dijo que no se entrometería en aquello de allí en
adelante; y separándose del fraile, de su casa fue a la de la señora, la cual
siempre estaba asomada a una pequeña ventana por verlo si pasaba. Y viéndolo
venir, tan alegre y tan graciosa se le mostró que él asaz bien pudo comprender
que había la verdad entendido por las palabras del fraile; y de aquel día en
adelante, asaz cautamente, con placer suyo y con grandísimo deleite y consuelo
de la señora fingiendo que otro asunto fuese el motivo, continuó pasando por
aquel barrio.
Pero la señora después de algún tiempo, ya
convencida de que le gustaba tanto como él a ella, deseosa de inflamarlo más y
asegurarle del amor que le tenía, buscando el lugar y el momento, al santo
fraile volvió, y echándosele a los pies en la iglesia, empezó a llorar. El
fraile, viendo esto, le preguntó compasivamente que qué novedad traía. La
señora repuso:
-Padre mío, las noticias que traigo no son sino de
aquel maldito de Dios amigo vuestro de quien me he quejado a vos hace unos
días, porque creo que haya nacido para irritarme grandemente y para hacerme
hacer algo por lo que nunca podré ya estar contenta ni me atreveré a ponerme
aquí a vuestros pies.
-¡Cómo! -dijo el fraile-, ¿no ha dejado de
molestarte?
-Cierto que no -dijo la señora-, pues desde que me
quejé a vos de ello, como por despecho, habiendo tomado sin duda a mal que me
haya quejado a vos, por una vez que pasaba, creo que después ha pasado siete
por allí. Y quisiera Dios que el pasar y el mirarme le hubiera bastado; pero ha
sido tan atrevido y tan descarado que hasta ayer me mandó a una mujer a casa
con noticias suyas y con sus vanidades, y como si yo no tuviese escarcelas o
cintos me mandó una escarcela y un cinto, lo que he tomado y tomo tan a mal que
creo que si no hubiera pensado en el escándalo, y también por vuestro amor,
habría armado un zipizape; pero al fin me he serenado y no he querido hacer ni
decir nada sin hacéroslo saber antes. Y además de esto, habiendo ya devuelto la
escarcela y el cinto a la mujercilla que los había traído, para que se los
devolviese, y habiéndola despedido de malos modos, temiendo que se fuera a
quedar con ellos y le dijera que yo los había aceptado, como entiendo que hacen
algunas veces, la volví a llamar y llena de enojo se los quité de la mano y os
los he traído a vos, para que se los deis y le digáis que no tengo necesidad de
sus cosas, porque, por merced de Dios, y de mi marido, tengo tantas escarcelas
y tantos cintos que podría enterrarle con ellos. Y luego de esto, como ante su
padre me excuso ante vos de que si no se corrige, lo diré a mi marido y a mis
hermanos, y que suceda lo que sea; que más quiero que él reciba injurias si
debe recibirlas que ser difamada por su culpa; ¡y hermano, así está ello!
Y dicho esto, siempre llorando fuertemente, se sacó
de debajo de la saya una preciosísima y rica escarcela con un valioso y
elegante cintillo y se la echó al fraile en el regazo; el cual, totalmente
creyendo lo que la señora le decía, airado desmesuradamente lo tomó y dijo:
-Hija, si de estas cosas te enojas no me maravillo
ni te reprendo por ello; sino que mucho te alabo que sigas en esto mis
consejos. Yo le reprendí el otro día, y él mal ha cumplido lo que me prometió;
por lo que, entre aquello y esto que acaba de hacer entiendo tirarle de las
orejas de tal manera que no te moleste más; y tú, con la bendición de Dios, no
te dejes vencer tanto por la ira que vayas a decírselo a alguno de los tuyos,
que podría seguirse de ello mucho mal. Y no pienses que de esto te va a venir
ninguna calumnia, que yo seré siempre, ante Dios y ante los hombres, firmísimo
testigo de tu honestidad.
La señora fingió consolarse un tanto, y dejando
esta conversación, como quien su avaricia y la de los demás conocía, dijo:
-Señor, estas noches se me han aparecido mucho mis
padres en sueños y me parece que están en grandísimas penas y lo que piden es
limosnas, especialmente mi mamá, que me parece tan afligida e infeliz que es
una lástima verla; creo que esté pasando grandísimos sufrimientos al verme en
esta tribulación a causa de ese enemigo de Dios, y por ello querría que me
dijeseis por sus almas las cuarenta misas gregorianas y vuestras oraciones, a
fin de que Dios los saque de aquel fuego atormentador.
Y dicho esto, le puso en la mano un florín. El
santo fraile lo tomó alegremente, y con buenas palabras y con muchos ejemplos
alentó su devoción y dándole su bendición la dejó irse. Y cuando se fue la
señora, no dándose cuenta que le había tomado el pelo, mandó por su amigo; el
cual, venido y viéndole airado, se apercibió incontinenti de que había
noticias de la mujer, y esperó a ver qué decía el fraile. El cual, repitiéndole
las palabras que le había dicho otras veces y hablándole ahora insultantemente
y enojado, le reprendió mucho por lo que le había dicho la señora que había
hecho. El hombre de pro, que todavía no veía adónde el fraile quería llegar,
negaba con bastante blandura que le hubiera mandado la escarcela y el cinto,
para que el padre no lo creyese, si por acaso la mujer se la hubiera dado. Pero
el padre, muy enfadado, dijo:
-¿Cómo puedes negarlo, mal hombre? Ahí lo tienes,
que ella misma llorando me lo ha traído: ¡mira a ver si lo conoces!
El hombre de pro, haciendo como que se avergonzaba
mucho, dijo:
-Claro que lo conozco, y os confieso que he hecho
mal; y os juro que, pues que en esa disposición la veo, que nunca más oiréis
una palabra de esto.
Ahora, las palabras fueron muchas: al final, el
borrego del fraile le dio la escarcela y el cintillo a su amigo, y luego de
mucho haberle adoctrinado y rogado que no se ocupase más de aquellas cosas, y
habiéndoselo él prometido, le dio licencia. El hombre de pro, contentísimo de
la certeza que tener le parecía del amor de la mujer y del hermoso presente,
cuando se separó del fraile se fue a un lugar de donde cautamente hizo a su
señora ver que tenía la una y la otra cosa; de lo que la señora estuvo muy
contenta, y más aún porque le parecía que su invención iba de bien en mejor. Y
no esperando nada más ya, sino a que su marido se fuese a cualquier parte, para
finalizar su obra, sucedió que, por alguna razón, no mucho después de esto tuvo
el marido que ir hasta Génova. Y en cuanto se hubo montado a caballo por la
mañana y puesto en camino, se fue la señora a donde el santo fraile, y luego de
muchas quejumbres, llorando, le dijo:
-Padre mío, ahora sí os digo que no puedo aguantar
más; pero porque el otro día os prometí que no haría nada que antes no os
dijese, he venido a excusarme con vos; y para que creáis que tengo razón en
llorar y quejarme, quiero deciros lo que vuestro amigo, o diablo del infierno,
me hizo esta mañana poco antes de maitines. No sé qué mala suerte le hizo saber
que mi marido se fue ayer por la mañana a Génova; pero esta mañana, a la hora
que os he dicho, entró en un jardín mío y por un árbol subió hasta la ventana
de mi cámara, que da sobre el jardín; y ya había abierto la ventana y quería
entrar en la cámara cuando yo, despertándome, me levanté de repente y me había
dispuesto a gritar, y habría gritado a no ser que él, que todavía dentro no
estaba, me pidió merced por Dios y por vos, diciéndome quién era; con lo que,
al oírlo, por amor vuestro me callé, y desnuda como nací corrí a cerrarle la
ventana en la cara, y él en mala hora creo que se fue, porque no lo sentí más.
Ahora, si esto es cosa que pueda aguantarse, decídmelo; en cuanto a mí, no
entiendo soportarle más pues por amor de vos ya le he sufrido demasiadas.
El fraile al oír esto se sintió lo más irritado del
mundo y no sabía qué decir sino que muchas veces le preguntó si había visto
bien que fuese él y no otro. A lo que la señora repuso:
-¡Alabado sea Dios, si no voy a distinguirle a él
de cualquiera otro! Digo que vi que fue él, y aunque lo negase él, no se lo
creáis.
Dijo entonces el fraile:
-Hija mía, no hay más que hablar, que esto ha sido
demasiado atrevimiento y una cosa demasiado mal hecha, e hiciste lo que debías
al echarlo de allí como hiciste. Pero te ruego, puesto que Dios te libró del
deshonor, que, así como has seguido mi consejo dos veces seguidas, lo hagas
esta vez, es decir, que sin quejarte de ello a ninguno de tus parientes me
dejes hacer a mí, y ver si puedo ponerle freno a ese demonio desenfrenado que
yo creía que era un santo; y si puedo llegar a apartarle de esta bestialidad,
bien; y si no pudiera, desde ahora te doy permiso y mi bendición para que hagas
lo que en tu ánimo juzgues por bueno.
-Pues bien -dijo la señora-, por esta vez no quiero
enfadaros ni desobedeceros, pero haced de manera que se guarde de molestarme
más, y os prometo no volver a venir más por este asunto.
Y sin decir más, como enojada, se fue de donde el
fraile. Y apenas había salido de la iglesia la señora, cuando el hombre de pro
llegó, y fue llamado por el fraile; y llevándole aparte, le dijo los mayores
insultos que nunca se han dicho a un hombre, desleal y perjuro y traidor
llamándolo. Éste, que ya otras dos veces había visto lo que querían decir los
reproches de este fraile, escuchándole con atención e ingeniándose con
respuestas perplejas en hacerle hablar, primeramente le dijo:
-¿A qué viene este enojo, señor mío? ¿He
crucificado a Cristo?
A lo que el fraile repuso:
-¡Mirad el desvergonzado, oíd lo que dice! Habla ni
más ni menos como si hubieran pasado un año o dos y el tiempo le hubiera hecho
olvidar sus ignominias y deshonestidad. ¿En los instantes que han pasado desde
los maitines de esta mañana se te han ido de la cabeza las injurias que has
hecho al prójimo? ¿Dónde has estado poco antes del amanecer?
Respondió el hombre de pro:
-No sé dónde he estado; muy pronto os llega el
recadero.
-Es la verdad -dijo el fraile- que el recadero ha
venido: pienso que creíste que porque el marido no estaba la noble señora iba a
abrirte sus brazos incontinenti. ¡Ah, qué lindo, qué hombre honrado! ¡Se
ha hecho caminante nocturno, abridor de jardines y escalador de árboles! ¿Crees
que con tu osadía vas a vencer la santidad de esta mujer que de noche te le
subes a las ventanas por los árboles? Nada hay en el mundo que la desagrade
tanto como tú; y tú no cejas. En verdad, dejemos que ella te lo ha demostrado
muchas veces, pero también con mis correcciones te has enmendado mucho. Pero
voy a decirte una cosa: hasta ahora, no por el amor que te tenga, sino a
instancias de mis ruegos ha callado lo que le has hecho; pero no va a callarse
más: le he dado permiso para que, si la desagradas en algo más, haga lo que le
parezca. ¿Y qué harás si se lo dice a sus hermanos?
El hombre de pro, habiendo comprendido
suficientemente lo que le convenía, como mejor supo y pudo, con muchas promesas
tranquilizó al fraile; y despidiéndose de él, al llegar maitines de la noche
siguiente, entrando en el jardín y subiendo por el árbol y hallando la ventana
abierta, se metió en la alcoba, y lo más pronto que pudo se echó en los brazos
de su hermosa señora.
La cual, con grandísimo deseo habiéndolo esperado,
alegremente le recibió diciendo:
-Gracias sean dadas al señor fraile que tan bien te
enseñó el modo de venir.
Y después, tomando placer el uno del otro, hablando
y riéndose mucho de la simplicidad del bruto fraile, injuriando los copos de
lana y los peines y las cardenchas, juntos se solazaron con deleite. Y poniendo
en orden sus asuntos, de tal manera hicieron que, sin tener que recurrir de
nuevo al señor fraile, muchas otras noches con igual contento se reunieron; al
que pido a Dios por su santa misericordia que me lleve pronto a mí y a todas
las almas cristianas que lo deseen.